Tuve el privilegio de leer, añadidas ya algunas correcciones hechas con bolígrafo azul, la traducción recién mecanoscrita de "El cementerio marino" de Eugenia Florit. La había emprendido a los 87 años de edad, cuando la mayoría de los poetas se repiten con absoluta negligencia y descuido (si son gárrulos) y callan o dan la última palabra, destilada, de su experiencia humana y poética, si son exigentes consigo mismos. Florit, que perteneció al último grupo y vivió hasta los 96 años, escribió unos pocos poemas, más llenos de afirmación vital, de amor a la luz y a los seres, de serena depuración espiritual, unos años después de haber completado esta traducción. Con su labor traductora, Florit sabía que se sumaba a un grupo de poetas y traductores que le habían precedido en publicar versiones del más antológico poema del Paul Valéry; pero acaso rendía un homenaje final a aquella poesía pura que definió las obras decisivas de su juventud y temprana madurez en los años 30 y 40 del siglo pasado.